“Rabo
de nube”
No quise verlo, tuve los ojos cerrados mucho tiempo, los párpados adormecidos por la presión,
segura de resultar invisible. Esta mañana al sentir la calidez de los primeros rayos,
sentí de nuevo a la vida.
La
veía deambular por los vestigios de lo que en otros tiempos había
sido un jardín, día tras día
sus pies la llevaban de un lado para
otro pero se adivinaba en su figura una incoherencia vital.
Al principio mis ojos la seguían a través de la ventana sin demasiado
interés, mecánicamente.
Apenas había transcurrido una semana y lo
primero que hacía al llegar a casa era ir en busca de
su imagen
titubeante, su casi mimetizada silueta con aquel pequeño espacio de
abandono y
maleza. Me sentí unido irremediablemente a su futuro el
día que inesperadamente, mientras
sostenía con las dos manos un
libro, levantó su cara al cielo y de su garganta brotó la risa.
Aquella imagen estremeció mi cuerpo dejándome para siempre a su
merced. Me inscribí en un
curso de jardinería y aún sin terminarlo me
presenté en su casa prometiendo un jardín que
envidiarían en el
Edén. Durante esos primeros días con ella creí haber alcanzado el
cielo
con las manos.
Apareció
en mi puerta y casi no me dejó hablar, quería trabajar en mi jardín
y su entusiasmo
amilanó a mis reticencias. Con el paso de las semanas
y a pesar de mi poca disposición para la
charla, consiguió
contagiarme de su pasión por la vida. De eso hace ya cuarenta
hermosos años.
Emilia
cerró el libro al mismo tiempo que un suspiro se escapaba de sus
labios. En el piso de
abajo se escuchaba a los niños gritar entre
carreras y juegos. Raúl les reñía sin convicción,
como quien debe
pulsar una tecla cada tres minutos para cumplir un protocolo no
escrito. Su
atención la ocupaba el partido de fútbol. Dejó a un
lado el libro y esta vez fue un lamento
resignado el que se precipitó
de su boca mientras cogía la cesta de ropa para planchar.