viernes, 10 de mayo de 2013




        
           Sentencia

        Tanta rabia acumulada, la impotencia de sentirme poco más que nada, frustradas las

 iniciativas, abatida por las circunstancias. Algunas noches la congoja no me deja conciliar el

 sueño, demasiados amaneceres con los ojos llenos de rocío. Y la foto, la imagen cotidiana de

 normalidad, ésa que me desgarra más profundo que cualquier daga. Acudí a cuantos sitios me 

aconsejaron, solicité ayuda a todas la administraciones. Casi supliqué algún trabajo remunerado

 en un intento desesperado por recuperar la dignidad y la autoestima que manaba a borbotones en

 cada una de esas acciones. Después de penosos papeleos y peregrinaciones de consulta en

 consulta, aquí estoy, ante usted para que sane mi alma aunque la enfermedad esté fuera. H

sucedido  algo que quiero contarle. Fue hace unos días cuando caminaba hacia el pueblo como

 cada mañana. Voy por una vieja carretera por la que normalmente transitamos el desaliento

 y yo. Salgo temprano, cuando el calor aún no aprieta, el sol y yo tenemos nuestros más

 y nuestros menos. Una curva cerrada, punto negro creo que se llama, ya sabe, por los

 accidentes. Ya desde lejos vi un coche formando un amasijo de latas, presintiendo lo ocurrido

 me llegué al sitio en una carrera. En el interior había tres hombres. Reconocí a dos de ellos: el

 alcalde y un empresario de talla internacional. Grité pidiendo auxilio pero sólo el silencio y la

 brisa respondieron a mi urgencia. Corrí en dirección al pueblo para pedir ayuda, mis pies apenas

 rozaban el suelo y a pesar de los achaques que acompañan mi medio siglo de vida, hubiera

 llegado a la plaza en pocos minutos, pero algo me detuvo. Me desplomé en suelo con el peso de

 todas las negativas de los últimos meses. Y allí, derrumbada en el polvo, permanecí durante

 mucho tiempo, hasta que casi sin darme cuenta me levanté y volví a mi casa, que ya no lo era.